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The Operation of a Death Squad in San Pedro la Laguna
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The Tragic Blow
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Capítulos de Operaciones de un Escuadrón de la Muerte en San Pedro la Laguna
[ Introduction ] I. Noche Negra ] II. Inusitada Luz ] [ III. Golpe Tragico ] IV. Conexión del Ejército ] V. Divisionismo y Democracia ]
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La inminente calamidad había echado su sombra sobre San Pedro una semana antes, por la noche, cuando dos extraños fueron vistos caminando por el pueblo a eso de las nueve. Un sanpedrano que estaba de servicio en la patrulla civil informó a Lencho que un alguacil (miembro del servicio municipal itinerante) mostraba a los extraños la casa de los comisionados militares. Cuando Lencho preguntó que pretendían aquellos, el alguacil contestó que habían sido pagados como remeros por su tío, quien ser dueño de una cantina y varias lanchas. Lencho se encontró a los dos hombres en la cantina del dueño de las lanchas. Estaban bebiendo con el propietario y con Jorge, el hombre que había sido impuesto y depuesto como alcalde. Los extraños se identificaron como agentes del ejército y le dijeron a Lencho que estaban investigando un asunto que no era de su incumbencia. Uno o dos días después, acatando el consejo de sus compañeros comisionados, Lencho levanto un memorando en la oficina central del pueblo. El memo asentaba que si alguno de los comisionados desaparecía, se responsabilizara de ello al alguacil.

El martes 26 de febrero de 1985, Lencho se dirigió a sembrar maíz en el terreno de su cuñado. Ya entrada la tarde lo visitó en su casa un vecino que acababa de regresar, por lancha, de Panajachel. El vecino le contó que Pedro, el tío de Lencho, no había regresado en la lancha de la tarde. Cuando estaba a punto de abordar le embarcación en Panajachel el día anterior, fue súbitamente llamado a presentarse en Sololá, y entonces le pidió a un pasajero que avisara a su esposa que llegaría a casa al día siguiente. Sin embargo, Pedro no había regresado.

La noticia perturbo a Lencho. Fue a supervisar la rotación de la patrulla civil, advirtiendo a los hombres que estuvieran especialmente alertas esa noche. En vez de cenar decidió conferenciar con uno de sus hermanos de iglesia. Esa noche no asistió al servicio religioso. Estaba muy perturbado, se quedo despierto hasta muy tarde, oro con su esposa y por último se fue a la cama.

A eso de la medianoche, la hermana de Lencho contestó a unos toquitos en la puerta. Unos hombres dijeron que buscaban a Lencho. Ella creyó que eran patrulleros civiles que tenían algún problema rutinario que podía esperar, así que les dijo que su hermano no se encontraba ahí. Ella sabía que Lencho había trabajado duro en el campo ese día y no quería perturbar su sueno. Los hombres se retiraron pero al poco rato volvieron y forzaron su entrada en la casa. La esposa de Lencho se levanto, prendió las luces y vio a cuatro hombres armados vestidos de civil y con los rostros cubiertos con gorras de lana. “Traiga rápido a Lencho,” le ordenaron. Ella fue al otro cuarto y previno a Lencho: “Te quieren agarrar para matarte.” “Muy bien,” le dijo Lencho. “Tráeme mis pantalones, mi camisa y mi chaqueta.” “Apúrese que es urgente,” ordenaron los enmascarados. Lencho entro al cuarto iluminado y con toda calma se dirigió al hombre que estaba parado bajo el dintel de la puerta y que tenia la gorra a medio subir: “Buenas noches, mi teniente Rolando.” El hombre bajo la gorra y se cubrió totalmente el rostro. Los captores tomaron rápidamente los brazos de Lencho y se lo llevaron a la calle. “Adiós, mama,” fueron sus ultimas palabras.

La esposa de Lencho, junto a su hermana y hermano trataron de correr detrás de los hombres, pero estos se voltearon bruscamente y les ordenaron: “Quédense quietos o se mueren.” Los tres se regresaron y llegaron hasta la calle principal, justo para ver un pikop amarillo que doblaba la esquina y tomaba la carretera hacia Santiago Atitlán. Un patrullero civil solitario que estaba de guardia vio venir el vehiculo; sus compañeros se hallaban tomando café durante un descanso. El le hizo el alto al chofer del pikop pero este acelero y siguió de largo.

Los tres familiares de Lencho corrieron hacia el centro del pueblo para informar del secuestro a los guardias municipales y a los comisionados de alta. Las campanas de la iglesia tañeron como nunca en la vida, despertando a todo la población. Como a las 12 y media de la noche se había reunido una multitud que quería saber lo ocurrido a Lencho. Las mujeres sollozaban. Los hombres vociferaban: “Hagan una lista. Agarrémoslos!” Primero corrieron a prender al alguacil y lo forzaron a nombrar a sus cómplices. El nombró a su tío, el dueño de las lanchas; nombro a Salvador, Jorge, Mario y otros. Los nombres listados solo confirmaron lo que los iracundos aldeanos habían ya sospecha. No necesitaron hacer una lista. En su mente colectiva ya habían identificado a por lo menos 15 enemigos en la aldea, incluyendo a los 10 sospechosos listados en la petición que Pedro y tres compañeros mas habían presentado al Presidente y a la presa dos años antes.
 
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Esa noche la multitud capturó a los que pudo de esos 15. El lanchero y algunos otros no pudieron ser hallados inmediatamente. Cuando entraron a la casa de Salvador, la esposa intentó retenerlos con un machete. Se lo arrebataron de las manos y empezaron a buscar. Hallaron a Salvador escondido entre unos arbustos, lo golpearon fuertemente para hacerlo confesar y que nombrara a los agresores, y se lo llevaron a la cárcel. Casi matan a otro hombre al sacarlo de su casa. En su furia, destruyeron propiedades de los sospechosos. Al no encontrar a Jorge en su casa, precedieron a romper su televisor y a destrozar su equipo de sonido. Jorge, quien se había escondido en otro lado, se entregó luego que la furia se había calmado.

A la una y media de la madrugada ya se había redactado un documento en la municipalidad, el cual asentaba hechos y circunstancias que servirían de base para futuros procedimientos legales. Asentaba que Lencho había sido secuestrado a los 12:01 AM el 27 de febrero. Refiriéndose al memorando redactado unos días antes, se implicaba al alguacil, a los dos militares disfrazados que él acompañaba, al lanchero y a otros. Acusaba a los supuestos conspiradores de realizar reuniones secretas en tales y tales días, lugares, etc.
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Antes del amanecer, el hermano de Lencho y varios comisionados militares que habían servido a las órdenes de Lencho, se dirigieron hacia Sololá para obtener ayuda de funcionarios del ejército, pero los encontraron en actitud hostil hacia ellos. Al amanecer, otro sanpedrano se dirigió a Santiago a traer leña. A tres millas del pueblo, en un lugar llamado Xequistel, se encontró con los cadáveres de Lencho y de Pedro. Les habían arrancado mechones de pelo de sus cabezas. Los tobillos y muñecas de Pedro estaban atados con un cordel de nylon. Se encontró sangre y piel en el tronco de un árbol al que uno de ellos había estado seguramente atado. Cuando supieron la terrible noticia, muchos sanpedranos corrieron a Xequistel a recuperar los cuerpos. Estos fueron llevados a Sololá para la autopsia y devueltos a San Pedro para su entierro. Ese día, algunos más de los buscados 15 fueron apresados y encarcelados.

Al día siguiente, jueves, los últimos de esos 15 fueron prendidos. El mismo día llegaron reporteros para fotografiar a los sospechosos encarcelados y a los miles de dolientes en la procesión fúnebre, y a escuchar a la viuda de Lencho relatar como habían secuestrado su esposo. Llegaron también soldados para llevarse a los capturados hacia Solola.
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En la tarde del día siguiente, viernes, el comandante militar de Solola, acompañado de tres ayudantes, fue a San Pedro a presidir una asamblea general que el mismo había convocado. Si es que quería principalmente asegurarse acerca de la posición del pueblo a solo garantizar que se realizara la asamblea, es incierto. Se encontró a una gran muchedumbre esperándolo y se impresiona visiblemente por la unanimidad de los sanpedranos en condenar a los 15 hombres recién detenidos.

Un prominente ciudadano abrió la reunión con una plegaria que hizo llorar a la gente. Todas las mujeres que habían perdido a sus maridos durante el reino de terror de 1980 a 1982, eran su público. Algunas de ella hablaron. Una viuda dijo que había notado que Jorge, Salvador y otros supuestos conspiradores coincidían en la casa del lanchero, en donde había podido oír que entra todos planeaban matar a los actuales comisionados. La gente exigió que los 15 capturados fueran juzgados y castigados Le aseguraron al comandante que estaban del lado del ejercito y no con las guerrillas. El comandante prometió cooperar, asegurándoles que los sospechosos serían puestos duramente a prueba.

Al día siguiente, sábado, los mismos sanpedranos convocaron a una reunión general para considerar la idea de formar un comité de defensa del pueblo, propuesta que fue rápidamente aprobada.
En aquel lugar y en aquel momento se eligieron a los directivos de ese comité: presidente, vicepresidente, secretario y tesorero. Se redactaron documentos formalizando el comité y expresando la exigencia del pueblo de que los criminales fueran traídos a juicio. El intento del comité era el de reunir testimonios y producir documentos para los tribunales, pero quería hacerlo de una manera mas enérgica y oficial de como lo había hecho el finado Pedro, actuando en forma semi cubierta, como un ciudadano particular y sin respaldo oficial. Como entidad publica, el comité de defensa del pueblo esperaba colectar suficiente dinero para pagar acciones legales y sufragar otros gastos. Pero cuando los directivos se presentaron ante el gobernador del Departamento de Sololá, sus esperanzas se cayeron al suelo. Se le rehusó autorización oficial al comité, sin la cual este no tenía derecho a existir o a recolectar fondos. El por que de que el comité fuera suprimido es incierto. La explicación que da un sanpedrano que esta en posición de saberlo es simple: “El gobernador esta en contra nuestra.”

Pedro se había quejado de que, a pesar de los esfuerzos por trabajar calladamente, lo habían seguido algunos asociados de los detenidos a donde quiera que fuera en Sololá. En el último viaje que realizo llevando a las autoridades aun más evidencia y argumentos, cuando fue llevado del muelle de Panajachel con el pretexto de que se le requiera en Sololá, se lo llevaron en un pikop amarillo. Esto lo vio el sanpedrano que la había dicho a Lencho que Pedro no había podido regresar en la lancha como se esperaba. El mismo hombre había visto a uno de los supuestos criminales sentado dentro del pikop, el cual presumiblemente dio entonces vuelta hacia el lago para llevarse a Lencho al lugar donde los dos cadáveres fueron hallados a la mañana siguiente. Revisando los hechos, se estableció que los dos militares en ropas de civil que habían sido vistos caminando por San Pedro con el alguacil unos días antes, estaban allí para ayudar en los trabajos preparatorios de los secuestros de Pedro y de Lencho.

Las razones que los informantes dieron para explicarse el asesinato de Lencho son estas: el había sido denunciado al ejercito como subversivo por haber dejado de cooperar varias veces en la captura de supuestos subversivos; sus asesinos sabían que si no moría junto con Pedro trabajaría asiduamente para vengar la muerte de su tío y hubiera continuando su lucha por mantener a los asesinos encerrados. La esposa de Lencho dijo que cuando ella corrió detrás de los secuestradores reconoció a cuatro de los supuestos conspiradores sanpedranos desapareciendo por un callejón. Los informantes creen que algunos sospechosos no se hallaban en sus casas la noche del secuestro de Lencho porque horas antes se habían ido para Xequistel, en las afueras de San Pedro, para participar en la tortura y el asesinato.

Los 15 sospechosos que fueron llevados a Sololá después que Lencho fue secuestrado, sufrieron aparentemente pocas restricciones; al día siguiente de su arresto fueron vistos divirtiéndose en la playa de Panajachel. A las dos semanas fueron devueltos a San Pedro, acompañados de un contingente de ocho soldados. Se dijo que los sospechosos estaban bajo arresto domiciliario y que los soldados estaban allí para protegerlos. Los soldados estaban acampados en los alrededores del pueblo, aprovisionados por el ejército. Los 15 sospechosos casi no salían de sus casas.

Todo parecía indicar que los sospechosos protegidos habrían de ser liberados sin ningún castigo. En efecto, eso había sido la confidencia predicativa del abogado residente en Sololá que había defendido a los 15 sanpedranos. Dijo que la violencia en San Pedro era simplemente el ajuste de viejas cuentas por parte de personas vengativas en ese pueblo amargamente dividió – este juicio podía ser aplicado a varios de los hombres del pueblo, y agrego que los 15 sospechosos habían sido objetos de acusaciones falsas. Pero en junio de 1985 ocurrió lo insólito. Después de acampar en San Pedro durante tres meses, el contingente de ocho soldados fue retirado pero los hombres que cuidaban no fueron liberados. Por el contrario, fueron enviados de nuevo a la cárcel en Sololá. Probablemente nada de esto hubiera ocurrido si un hombre llamado Arturo no hubiera aparecido en escena en el mes de mayo.

Arturo, un sanpedrano joven y capaz, estaba a punto de terminar su carrera de abogado en la universidad en la capital. Estando aparentemente bien versado en el código legal del país, se dedico vigorosamente a aplicar formalmente la ley a los sospechosos. Su juventud y falta de colmillo político lo coloco en desventaja respecto del experimentado y bien conectado abogado de Sololá que defendía a los acusados. Les preguntamos a los sanpedranos por que no habían contratado a un abogado foráneo con mas influencias que Arturo, y nos contestaron que aquello hubiera requerido mas dinero de loa que podían reunir (o se les hubiera permitido reunir) y que, aunque hubieran tenido el dinero, ningún otro abogado hubiese arriesgado su vida tomando un caso que desafiaba el orden militar.

Cuando Arturo fue a Sololá a revisar el expediente, descubrió, para su sorpresa y la del pueblo entero, que no aparecía nada referente a los asesinatos de Pedro y de Lencho, ocurridos unos meses antes. Parecía que el alcalde de San Pedro no había cumplido con el deber de iniciar las diligencias.
De acuerdo a los artículos 218 y 219 del Código Penal guatemalteco, el alcalde (que es también Juez de Paz,) es a quien corresponde iniciar las investigaciones y entregar sus averiguaciones a un juez en un lapso de tres días después de cometido un crimen. Cuando el doble asesinato ocurrió, el alcalde – que había sido vice alcalde cuando el puesto lo ocupaba Jorge hasta que este fue removido de cargo- era amigo de Jorge (aunque presumiblemente nunca fue su cómplice.) El alcalde era también hijastro del lanchero, otro de los 15 sospechosos. Es fácil comprender por que el alcalde vacilo en iniciar investigaciones; sin embargo en estas circunstancias, como lo señalo oportunamente Arturo, era incumbencia del alcalde llamar a un juez y explicarle su conflicto personal.

A pesar de la inmovilidad del alcalde, Arturo se las arreglo para iniciar el proceso de litigio haciendo lo pertinente para una “reconstrucción de los hechos” en una reunió a principios de mayo de 1985, en la que estaban presentes, además de el mismo, el abogado defensor y el juez del tribunal de Sololá. Después, Arturo hizo varios viajes a Sololá, acompañado frecuentemente por la viuda de Lencho, que era una muchacha de 26 anos. Los 15 acusados fueron convocados para declarar y, como dijimos, fueron trasladados a la cárcel de Sololá en junio. Por medio de un intermediario, el abogado de Sololá le ofreció en varias ocasiones a Arturo una generosa suma de dinero si el dejaba el caso. Arturo se rehusó, y por seis meses los sospechosos estuvieron en la cárcel, mientras su abogado y Arturo seguían haciendo trámites y peticiones a favor y en contra de ellos. El 20 de diciembre de 1985 fueron declarados inocentes. Arturo apeló inmediatamente el veredicto, y mes tras mes los sospechosos permanecieron en la cárcel esperando la decisión de la Corte de Apelaciones de Antigua.

Mientras tanto, habían ocurrido algunas cosas nuevas respecto de los ocho ex comisionados que habían sido capturados en octubre de 1982 y que descontaban sentencias en la penitenciaria de Cantel. El 25 de junio de 1985, seis de ellos fueron puestos en libertad bajo fianza inexpuestas por sus familiares. Antes de su liberación, el pueblo había redactado una petición en la que se solicitaba a las autoridades que se les prohibiera a los convictos poner un pie en San Pedro. Esta petición no fue concedida, ya fuera porque la papelería se extravió en la oficina del alcalde o porque no encontró acogida en Sololá. Pero de los seis hombres liberados en Cantel, solo dos volvieron a San Pedro. Uno trabajo en el campo como jornalero, haciéndose acompañar siempre de un pariente, y permaneciendo en su casa por las noches. El otro se encerró en su vivienda, temeroso de que algunos sanpedranos cuyos hijos o hermanos habían sido secuestrados, lo atacaran. Los cuatro restantes decidieron vivir en otra parte: uno en Santiago Atitlán, uno en Quezaltenango y dos en la costa. Jacinto y Adolfo, que habían sido respectivamente jefe y asistente del jefe de comisionados durante la larga noche negra, servían sentencias mas largas y no fueron liberados con los demás.

Esta era la situación, tal y como fue grabada en una visita que hicimos a San Pedro en marzo de 1986. Pero para cuando hicimos otra visita en octubre de ese mismo ano, la situación había cambiado considerablemente. A excepción de Jacinto, todos los que estaban encarcelados en Cantel habían sido ya liberados. Adolfo se había ido a vivir a la capital. También habían sido liberados el amplio grupo de sospechosos que habían sido rodeados sin preámbulos después de que la noticia del secuestro de Lencho había sacudido al pueblo la medianoche del 27 de febrero de 1985. La mayoría de liberados de este grupo regresaron a San Pedro. De ser originalmente un grupo de 15, se había reducido a 12 ya antes de su puesta en libertad. Tres de ellos, incluyendo a José, el depuesto alcalde, habían desaparecido en circunstancias misteriosas en junio de 1985 cuando los 15 – que estaban bajo arresto domiciliario fueron llevados a la cárcel de Sololá. Los tres fueron aprehendidos por la policía militar y desaparecieron sin dejar rastro. Los informantes suponen que ya están muertos.

Cierta noche, el lugar donde se hallaba una camada de cerditos fue incendiado. El dueño era un ex comisionado que había vuelto de prisión, y los vecinos supusieron que aquello había sido un acto de venganza. Aparte de ese incidente menor, ningún daño serio ha sido sufrido por quienes volvieron y habían sido acusados de ocasionar sufrimiento a varias familias sanpedranas. Los que volvieron se aventuran por las calles solo cuando les es necesario y en compañía de parientes del sexo masculino. Con suerte, San Pedro podría escaparse de otra ola de violencia; esa violencia de la que son en parte culpables las autoridades militares y sus colaboradores locales.

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