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The Operation of a Death Squad in San Pedro la Laguna
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Sudden Daylight
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painting: Ceiba tree
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Capítulos de Operaciones de un Escuadrón de la Muerte en San Pedro la Laguna
[ Introduction ] I. Noche Negra ] [ II. Inusitada Luz ] III. Golpe Tragico ] IV. Conexión del Ejército ] V. Divisionismo y Democracia ]
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La larga noche negra terminó tan inusitadamente como había empezado 25 meses atrás, cuando Francisco el panadero fue secuestrado. El 28 de octubre, una compañía de soldados cruzo el lago en dos lanchas y arresto a Jacinto, Adolfo y a otros cinco comisionados. Esta rápida operación puso un repentino fin a los secuestros, las amenazas y las extorsiones así como a los signos de supuesta actividad guerrillera: disparos en la noche, letreros en las paredes, volantes provocadores. Ciertamente solo algunos de los malvados comisionados fueron puestos fuera de circulación, mientras que otros miembros de la banda permanecieron en libertad, pero aquello fue suficiente para restaurar la paz en San Pedro por más de dos años.

Por que el mando militar decidió quebrarse, volviéndose en contra de los mismos comisionados de alto nivel que había declarado inocentes los tres días antes, o por que simplemente los militares golpearon, dada su usual trayectoria de ignorar repetidamente las quejas, es algo que aun es motivo de conjeturas. En que nivel se tomo la decisión de golpear? Hubo un cambio de sentimiento o lo hubo de comandantes?

Una mujer en San Pedro atribuyó tal cisma a la información que ella había proveído. Era una costurera que viajaba a diferentes lugares para vender su mercancía, igual que la costurera que fue asesinada en un pueblo vecino. Jacinto y Adolfo le habían dicho que ella estaba bajo sospecha de llevar alimento a los guerrilleros y que estaba en una lista negra, pero que el pago de 200 dólares más algunos favores sexuales le salvarían la vida. Con gran dificultad reunió el dinero pero decidió que antes de entregarlo haría averiguaciones directamente en el puesto militar. Y procedió a hacer esto con la ayuda y el consejo de un intermediario en Santiago Atitlán. Cuando le pregunto a un mayor del ejercito a quien debía entregar el dinero para ser borrada de la lista, el le respondió que no se encontraba en ninguna lista y le preguntó el nombre de los comisionados sanpedranos que le requieran el pago. Ellas se los proporcionaron. Junto a otras personas del pueblo, ella piensa que lo que reveló en la base militar tuvo un peso significativo en hacer que los militares realizaran los mencionados arrestos.

Muchos creyeron que la decisión de golpear fue tomada en un más alto nivel. Habían pasado cinco o seis meses desde que Antonio había hecho tres viajes a la capital en lo que pareció ser entonces un van esfuerzo por persuadir a Ríos Montt para que actuara frente a la petición hecha por la comunidad de que interviniera. Viendo hacia atrás se pensaba, sin embargo, que el Presidente solo esperaba el momento para poder delegar en sus oficiales de campo aquella responsabilidad, y que la caída de los comisionados fue su dilatada respuesta a la petición que había hecho Antonio, o quizás a la petición interpuesta por la fuerza permanente. Otros pensaron que el Presidente se conmovió por los telegramas que recibió de Fernando, su antiguo partidario político.

Otros incluso tenían razones para creer que la decisión de acabar con el sufrimiento del pueblo se hizo en un nivel aun más alto. El severo padre que instó a Jorge, el alcalde, a arrepentirse nos dijo que después del secuestro de su hijo, él y el pastor de su iglesia – la Asamblea de Dios – oraron día y noche durante un mes hasta que finalmente arrestaron a los comisionados.

En realidad, había dos puestos militares del otro lado de lago, el puesto fuera de Santiago Atitlán y la estación naval cerca de Cerro de Oro, una aldea de Santiago. El arresto fue realizado por marineros que iban en lanchas. No esta claro si los comandantes de ambos puestos militares actuaron por separado o concertadamente, obedeciendo a ordenes de arriba.

Justo antes de que se realizara el arresto, un teniente del otro lado del lago llego al pueblo solicitando testimonios de algunos sanpedranos que hubieran sido amenazados o que ya eran victimas de los comisionados. El teniente fue rápidamente a la oficina municipal. Jorge, el alcalde, acompañado por el jefe de comisionados, Jacinto, se hallaba fuera, en una misión cualquiera. Pero, como siempre en esos casos, el vice alcalde estaba en servicios, y más tarde relató lo que había pasado ese día. El teniente, quien—para ser muy precisos (y en opinión del alcalde) – trabajaba bajo las órdenes de Ríos Montt, pidió hablar con cierto comisionado que resulto encontrarse en compañía de alguien en la oficina municipal. Ambos comisionados saludaron con entusiasmo al teniente así: “Como va eso, jefe; en que podemos servirle!” El oficial los rodeo con un rápido movimiento y los conmino a no moverse. El y sus hombres procedieran entonces rodear a los otros comisionados, incluyendo a Jacinto, que en ese momento volvía de su viaje bajo la Ceiba que bañaba de sombra la plaza del pueblo, el oficial gritó a los hombres engrilletados que ellos eran los verdaderos guerrilleros que habían estado operando en San Pedro.
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painting: Ceiba tree

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Los siete cautivos fueron llevados a la base cerca de Santiago, donde permanecieron diez días, durante los cuales se les extrajeran las confesiones.  El 7 de noviembre de 1982, fueron llevados de vuelta a San Pedro para que la gente presentara sus quejas.  Los comisionados estaban exhaustos y golpeados.  Unas mil o más personas se congregaron en la plaza central.  Cerca de 20 soldados fuertemente armadas guardaban un espacio entre la muchedumbre y el edificio municipal.  Por un altoparlante los talado para el efecto, un vocero explicó que los militares estaban allí para proteger y no para amenazar a la gente y que cualquiera que notara algo raro debería notificarlo a las autoridades militares.  El vocero añadió que las patrullas civiles serian organizadas muy pronto en San Pedro.  Los cautivos estarían incomunicados en la cárcel local durante cuatro días y luego se les llevaría a Sololá.

            Los familiares de los arrestados, así como los de las antiguas victimas buscaron con desesperación localizar a parientes capturados.  En enero de 1983, recibimos una carta de uno de los hijos más jóvenes de Marta, el único miembro realmente alfabeto de la familia, que trabajaba como maestro en una remota aldea de Uspantán en El Quiche.  Luego de regresar de unas vacaciones en San Pedro, nos recibió para contarnos la triste situación de la que había sido testigo en la casa de Marta.  Su relato puede reconstruirse así:

Mi mama esta enferma y triste porque mi hermano Adolfo es un de los siete que se llevaron presos. Yo no estaba ahí cuando lo arrestaron y no se que fue lo que pasó, pero todo el mundo se puso en contra de los comisionados y los condenaron por testimonios llenos de mentiras y acusaciones falsas. Llevaron un documento que los denunciaba al puesto militar en Santiago Atitlán y los arrestaron el mismo día. Después de sufrir por casi dos semanas allí, los entregaron al alcalde de San Pedro, pero no quiso tratar su caso. Entonces los transferían a Sololá, pero tampoco el juez de allí quiso arreglar nada. Y los llevaron a la capital, pero no sabemos a donde.
Mi mama sufrió al no saber si Adolfo esta vivo o muerto. Ella padece de bilis y esta por morirse. Estuvimos tristes para Navidad y Año Nuevo porque fallaba un miembro de la familia. La esposa de Adolfo, mi cuñada, esta como loca. Igual que mi mama, ella llora día y noche. Solo Dios sabe los que le estará pasando a mi hermano.
 

Un mes después, Marta escribió diciendo que se había enterado en donde tenían a los presos en la ciudad de Guatemala. Los tenía en el Segundo Cuerpo de la Policía Nacional. A Adolfo lo soltarían, nos decía, a cambio de 400 dólares, una suma que estaba más allá de los pobres medios de Marta. Ella no decía quien era la fuente de información, pero dos meses mas tarde, en abril de 1983, cuando visitamos San Pedro, se nos dijo que esa fuente era Mario, el güizache de pésima reputación que antes había ido, con otros cinco, a ver al comandante del puesto de Santiago Atitlan para acusar a Fernando de difamación.

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Painting: El secuestro

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Ninguno de los siete ex comisionados fue liberado. Efectivamente, en enero de 1983, se les unió en la cárcel un octavo ex comisionado que había sido arrestado bajo nueva evidencia que la incriminaba en asesinato. Se le acusaba de llenar con arena el saco usado para hundir en el lago al último hombre capturado por los comisionados aprehendidos. El pueblo espero a que los prisioneros fueran sentenciados, preocupados de que los imputados volvieran a aterrorizar a todos. Pero algunas gentes no se quedaron quietas. Una delegación de cuatro hombres viaja a la capital para presentar una petición al Presidente Ríos Montt, entregando una copia de la misma a los editores del diario Prensa Libre.

El 12 de abril de 1983, el periódico desplegó un reportaje sobre los contenidos del documento, dando un listado de los ocho ex comisionados y de sus crímenes: robo, secuestro, extorsión, chantaje, violación, abuso de poder y otros. Según el periódico, “cerca de 8000,” sanpedranos (un sobre estimado de la población del pueblo) demandaban juicio sin más dilación y la rápida aplicación de la pena de muerte. La petición, decía el periódico, incluía también los nombres y pedía el arresto de otros diez sospechosos “quienes andan por ahí libremente como si no hubieran hecho nada.” El artículo de Prensa Libre incluía también fotografías y listaba los nombres de los peticionarios. Uno de ellos, el jefe de aquella delegación de cuatro, era un hombre llamado Pedro, el cual se habría de distinguir – y arriesgar su vida – por ser un infatigable oponente de los criminales comisionados.

Los ocho prisioneros siguieron siendo transferidos de una localidad a otra. De la capital fueron llevados a Quetzaltenango. Para cuando visitamos San Pedro en abril de 1983, habrían sido transferidos otra vez, ahora a Huehuetenango. Pasaron los meses y los prisioneros no eran juzgados. En un esfuerzo por obtener la libertad, recurrieron a una descarada estratagema. Ríos Montt había ofrecido amnistía a los subversivos que se entregaran, y Mejia Victores, su sucesor, respaldo la oferta. El 12 de agosto de 1983, pocos días después de que Mejia Victores asumiera el poder, los ocho prisioneros firmaron una petición dirigida al nuevo Presidente, diciendo que habían sido miembros de un grupo guerrillero llamado Ixim y que habría sido “ciento por ciento subversivos.” Se hacían responsables de asesinato, chantaje, violación y otros actos criminales, pero ahora, rezaba la petición, estaban decididos a reformar sus costumbres y volverse ciudadanos leales y productivos. Su petición de amnistía no fue concedida.

Luego del arresto de los siete comisionados, incluyendo a su jefe, en octubre de1982, Salvador tomo el puesto de jefe en forma extraoficial. Sus compañeros trataron de que se le nombrara oficial jefe de un grupo de 15 comisionados militares propuestos por ellos. El comandante militar de Solola acepto su propuesta pero el pueblo se opuso vehementemente a Salvador y a su grupo. En una reunión con el comandante, los veteranos de la fuerza permanente del pueblo abuchearon la lista de aquel e insistieron en que el respaldara la lista de ellos, también de 15 y con otra jefe que no fuera Salvador.
El comandante retractó y acepto al grupo propuesto por todo el pueblo. El nuevo jefe de comisionados militares busco rápidamente ganarse la confianza de la gente visitando todas las iglesias en el pueblo para prometer que defendería a la comunidad.

Con un cuerpo de comisionados de confianza debidamente ubicados, los sanpedranos aceptaron al fin, a fines de noviembre, organizar un sistema “voluntario” de patrullas civiles integrado por todos los hombres físicamente aptos de entre 18 y 50 anos; era una fuerza de mas de 100 hombres divididos en escuadras y pelotones, con tareas asignadas rotativamente. Antes del cambio de comisionados, los sanpedranos habían resistido la presión del ejército para que instituyeran el sistema de patrullas civiles. En San Pedro, como en todas partes, la patrulla civil sirve al mando del jefe de comisionados, quien a su vez recibe sus órdenes del mando militar de Sololá. El nuevo jefe de comisionados fue reemplazado luego de un año de servicio debido a problemas personales: tenia debilidad por las mujeres y el trago. El 5 de octubre de 1983, la sustituyo Lencho, un sanpedrano de 34 anos, de irreprochable carácter, quien habría de sacrificar su vida en servicio de la comunidad.

Cuando ya finalizaba 1983, cinco comisionados militares mas fueron arrestados, cuatro de ellos figuraban en la lista de 10 del artículo periodístico del 12 de abril, en el que aparecían como colaboradores. Estuvieron detenidos en Sololá pero fuero liberados después de dos semanas. Aun otros suceso, esta vez mas significativo, acabo por sellar aquel año: el despido de Jorge del puesto de alcalde por parte de un coronel de apellido Rebulí, quien asumió el mando de la Zona Militar 14, el 11 de noviembre de 1983.

Al coronel Rebulí se le pidió asistir a una reunión en San Pedro para escuchar quejas contra Jorge, a quien se acusaba de ser parte de los planes y crímenes de los ex comisionados. Se señalo, por ejemplo, que antes de un secuestro Jorge dijo a la victima que estaba en una lista negra y que seria asesinado. Dándose cuenta de que el pueblo estaba resbalándose en contra de la autoridad de un dirigente que trabajaba en contra de sus intereses, el comandante le dijo al alcalde: “Jorge, el pueblo ya no lo quiere a usted. Renuncie.” Y Jorge renunció.

El coronel Rebulí estaba bien visto en San Pedro no solo porque había hecho que Jorge se quitara del medio sino también porque se había ocupado de enviar un quintal de fríjol negro y cinco quintales de maíz a cada una de las viudas de sanpedranos secuestrados. Desafortunadamente para el pueblo, Rebulí no vivió lo suficiente para autorizar el nombramiento del sucesor de Jorge. El 20 de noviembre de 1983, el coronel murió en una emboscada cerca de Cerro de Oro, en un paraje del lago que queda distante de San Pedro. En lugar de Jorge, el pueblo había puesto un alcalde de confianza, pero después de una semana de servicio tuvo que desocupar su oficina para dejar que la ocupara el sanpedrano escogido por las autoridades de Sololá. Con la inoportuna muerte del coronel Rebulí, los partidarios del depuesto alcalde parecían estar en capacidad de ejercer suficiente influencia en Sololá como para bloquear el nombramiento de una persona que habría de ser su enemigo. El alcalde escogido por Sololá era el individuo que había sido vice alcalde con Jorge y que había asumido el cargo al mismo tiempo (16 de Junio de 1982.) Se convirtió en alcalde el 3 de diciembre de 1983. La mayoría de la gente no creía que había colaborado con los perversos comisionados, aunque algunos tenían razones para creer que sería menos que enérgico en cuanto a presionar en la lucha del pueblo contra los criminales que aun andaban sueltos en las calles.

Al coronel Rebullí lo mataron presumiblemente fuerzas guerrilleras. El ORPA se responsabilizo del hecho, indicando en un comunicado publicitario que era en venganza por las fieras compañas contrainsurgentes que el coronel había lanzado en los Departamentos de San Marcos y Quetzaltenango, antes de su nombramiento como comandante de la zona militar en Sololá. Sin embargo, algunos sanpedranos sospechan que Jorge y sus compinches tuvieron algo que ver con el asesinato de Rebulí.

El año de 1984 paso sin mayores incidentes gracias a la determinación y al intachable carácter de Lencho, el nuevo comisionado jefe. En agudo contraste con el ahora prisionero Jacinto, quien había dicho su petición para explicar a su propia gente a los intereses de su comunidad, a su iglesia protestante (Pentecostes de America) y a su esposa y tres pequeños hijos, dividía su tiempo entre el trabajo en el campo y sus deberes oficiales. Diariamente convocaba a los hombres que estaban de servicio en la patrulla civil. Viajaba periódicamente a Sololá para reportarse a un teniente de nombre Rolando, que era su contacto en el cuartel general de la zona militar. Miembros de la antigua pandilla que todavía andaban libres trataron de atraerlo a su círculo para que participara de su mismo juego. Intentaron infructuosamente de arrancarle 300 dólares. Confrontados con su rectitud, buscaron formas de minar su buena relación con el ejército. “Si me matan, déjenlos que me maten,” les dijo Lencho a las gentes del pueblo.

Puesto que no recibió pago por sus servicios como comisionado jefe, Lencho tenía problemas con los costos de viaje a Sololá, ya fuera por lancha o por autobús. Había quedado huérfano a una edad muy temprana, había heredado poco tierra y siempre había tenido que trabajar duro para ganarse la vida. La fuerza permanente, dándose cuento que por fin el pueblo había encontrado en Lencho a un defensor resuelto, sugirió que cada miembro de la patrulla civil contribuyera con cinco centavos al mes para sufragar sus costos de transporte. De los 50 dólares mensuales recaudados así, a Lencho la daban siete dólares cada vez que debía hacer un viaje oficial. Salvador, resentido porque habías ideo rechazado como comisionado jefe después del arresto de Jacinto, informo a la unidad de inteligencia militar en Sololá que Lencho estaba cobrando impuestos ilegalmente al personal de la patrulla civil. Lencho fue llamado a Sololá para ser interrogado. Aunque los oficiales parecieron aceptar su explicación de que la idea de una colecta no había sido suya sino de la fuerza permanente, decidió sin embargo no aceptar mas dinero para viajes.

Cuando a Lencho se le pidió entregar supuestos subversivos de San Pedro, se rehusó a cooperar sin pruebas de culpabilidad, señalando que matar a una persona inocente iba en contra de la palabra de Dios. Su política protectora – que no tuvo acogida en las fuerzas militares ni en sus colaboradores locales – se evidenció en diciembre de 1984, cuando llegaron soldados de Sololá para aprehender a cierto sanpedrano. Los soldados despertaron a Lencho ya tarde en la noche y le ordenaron que entregara al hombre, ya que era responsabilidad del comisionado jefe del pueblo aprobar la orden de arresto del ejército. Lencho no quería avalar la orden e insistía en que al día siguiente debía tenerse una audiencia para considerar los cargos y la evidencia. La investigación que siguió fue revelando una cadena de eventos que empezaron con Marta y su nuera, las mujeres que habían llorado juntas para la fiesta de fin de año de 1982, cuando el paradero de Adolfo, su hijo y esposo arrestado se desconocía. El episodio arroja un poco de luz sobre la naturaleza de las motivaciones ocultas y la maniobras que pueden provocar las “desapariciones.”

Marta supo desde el comienzo, por supuesto, que su hijo Adolfo era un comisionado militar. Pero durante meses pareció no darse cuenta de que los comisionados estaban involucrados en los secuestros. Sus cartas expresaban sorpresa por el secuestro – en septiembre de 1980 – de Francisco el panadero y de otros secuestros que le siguieron a ese. Después de mediados de 1981, sin embargo ella dejo de escribir el altercado de cantina entre Adolfo y su cuñado, que desemboco en la muerte de este, ocurrió como seis semanas después de la ultima carta de Marta. A mediados de 1982, luego de un año y medio de silencio, ella volvió a escribir diciendo que se encontraba mortalmente enferma, pero su carta no hacia mención de la continua ola de secuestros o del escándalo de asesinato que involucraba a su hijo Adolfo.

Durante más de un año después del arresto de Adolfo y otros comisionados, la esposa de aquel y sus dos pequeños hijos siguieron viviendo en su pequeña choza de paredes de zinc junto a la casa de Marta. Ambas mujeres compartían sus comidas y sus penas. Pero a fines de 1984, la mujer de Adolfo comenzó a interesarse en otro hombre, el cuya la había cortejado antes de que se casara. Marta se enfureció al descubrir a los amantes solos en un cuarto cerrado. La nuera se fue de la casa y se radico en el sector en el que vivían sus padres. Posiblemente atentada por ex asociados de su hijo, busco a un oficial que se hallaba temporalmente en el pueblo para denunciar al hombre que le había robado el afecto de su nuera. Marta afirmaba que era un subversivo. Y es por esta razón que los soldados despertaron a Lencho una noche en diciembre y le dijeron que ordenará la captura de este supuesto subversivo.

La investigación que sigue reveló que el ejército actuaba sobre la base de la información que suministraba Marta. Al ser llamada para que explicara los fundamentos de su acusación, Marta le dijo al oficial investigador que aquel hombre le entregaba comida a los guerrilleros que se escondían en las colinas, y que tenía reuniones con guerrilleros en su casa. Al preguntársele como era que ella sabía todo eso, indico que se había enterado por boca de una hija de once años del individuo en cuestión cuando ambos lavaban ropa en las orillas del lago. La niña fue llamada a declarar y juró que nunca había dicho lo que Marta afirmaba. Más bien se evidencio que usualmente ambas lavaban su ropa en diferentes puntos del lago. Lencho y otros testificaron que el acusado era un buen trabajador y un ciudadano respetuoso de la ley. Al no existir prueba alguna de que él se relacionaba con guerrilleros, el caso contra el se cerró.
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Painting: Aldeanos Desplazados

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La determinación de Lencho de proteger las vidas de los sanpedranos inocentes no agradó a los colaboradores de los comisionados en prisión, y entonces acusaron a Lencho desapoyar la causa guerrillera. Las autoridades militares confrontaron a Lencho con el hecho de que no entregaba a ninguna persona de San Pedro. Y el se mantuvo en su posición, afirmando que los acusadores mentían y que nadie debía ser condenado sin previa audiencia.

Mientras Lencho se ganaba la gratitud de la gente por su valentía frente a las presiones, su viejo tío Pedro dirigía una lucha para evitar que los ocho prisioneros fueran liberados. Como ya se dijo, Pedro había encabezado la delegación de cuatro personas que entrego a un periódico una copa de la petición que hacia el pueblo a Ríos Montt, urgiéndolo a apresurar el juicio de los ex comisionados bajo arresto y a proceder a la captura de otros diez sospechosos nombrados en el documento. Por largo tiempo los prisioneros fueron llevados de una ciudad a otra sin ser juzgados.

Finalmente, el 28 de febrero de 1984, 16 meses después de su arresto, sus sentencias se dictaron. Jacinto, quien había sido comisionado jefe, fue sentenciado a 12 anos en prisión; Adolfo, segundo al mando, a diez anos, y los otros seis a cuatro anos cada uno. Los convictos fueron enviados a la colonia penal de Cantel, cerca de Quetzaltenango.

Cuando habían descontado solo una fracción de su pena, emperezaron a llegar rumores a San Pedro de que serian liberados pronto. Para evitar esta hecho no deseado, Pedro, el infatigable azote de los ex comisionados, viajó repetidas veces a Sololá, presentando evidencia y documentos para persuadir a las autoridades de que mantuvieran a los inculpados en su encierro.

Tal era la situación para fines de 1984 y principios de 1985 – Pedro hacía esfuerzos para evitar la liberación de los presos, y su sobrino Lencho trataba de evitar que se recapturara a supuestos subversivos – cuando un golpe trágico sacudió al pueblo: tío y sobrino fueron prendidos y brutalmente asesinados sus cuerpos fueron hallados al amanecer del miércoles 27 de febrero de 1985.
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